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miércoles, 29 de mayo de 2013

Caminants

De Vilafranca a La Estrella 

Para los que no pudieron


Nos ponemos en marcha dejando a nuestras espaldas la iglesia Villafranquina de La Magdalena, renacentista pero emergiendo en un entorno medieval, como el gótico civil del ayuntamiento viejo.

 



Bajamos por la solana del pueblo con calles bien nombradas, como la del Sol, hasta los lavaderos, en el mismo lecho del rio de la vega, con antiguas corrientes subterráneas que permitían tener un pozo en cada parcela. Zona agrícola de un pueblo que no es agrícola.

Hay que subir hasta el Mosorro. Un amplio camino de antigua factura, conservado en tramos, permite ver el trabajo inagotable desempeñado por los Villafranquinos con la piedra. No sólo porque el “Plá del Mosorro” tiene infinitas paredes de piedra.También por la pendiente del camino, asegurada con tremendas lajas incrustadas en el suelo cual patio empedrado; como se usaba en el estilo hispano para el suelo, en los siglos anteriores.




El Mosorro, parte del museo al aire libre de piedra en seco, es un llano con abundantes muestras de la arquitectura rural en piedra; dedicado, años atrás, a la ganadería.


Aún retumban, en días de tormenta, los cañonazos y disparos de pasadas batallas, entre carlistas y liberales que aquí dejaron su aliento.






Caminamos por “caletxas” y “assagadors” por los que pasaba el ganado. Veredas que en ocasiones se amplían considerablemente para que las bestias puedan pacer mientras descansan.








Pero ¡cuidado!, aunque la ganadería trashumante ha desaparecido, nuevas bestias viven por aquí; vigila no te arrolle un enorme macho cabrío que pase dando saltos para desaparecer en lo que te cuesta girar la cabeza.



Y seguimos dando pasos. Bajo el peso de nuestras suelas, las orejas de moro dejan de oír el rumor del viento. Son conchas fosilizadas con forma de oreja; bautizadas por cristianos. Caminamos por un ancestral lecho marino que, cosas de las fuerzas tectónicas, está en las montañas más altas.


Subimos lentamente hasta dar con la masía fortificada de Torre Leandra.  Ubicada en un punto estratégico, conserva una portada medieval  y la torre cuadrada de piedra que la define. El punto más alto del recorrido, casi a 1300 metros.






Es un puerto y un punto de inflexión para la flora más mediterránea basada en carrascales y roble valenciano; da paso a plantas de alta montaña con grandes pinares de robusto pino negro.



El lugar tiene algo de mágico; y no es el único. Al frente vemos la silueta sobresaliente del Penyagolosa, si alguna amorosa nube no la rodea con sus brazos. Vemos horizontes lejanos, tan lejanos como Vistabella y el “plá”, todo antes de que los pinares nos cierren las vistas lejanas para que nos concentremos en sus cercanos y esbeltos troncos que rumorean con la brisa. La sierra Brusca se queda a nuestra derecha con sus abundantes fuentes   y sus tormentas tremendas.


 
 Pero es mejor seguir camino recto.




El sol y las nubes juegan al escondite y con éstos sencillos divertimentos, el humano personal pasa del calor al frio en momentos.  Cosas de la montaña.
Al dejar los pinares, comienza una pronunciada cuesta… cuesta abajo, en la que el suelo parece una rozadura en la rodilla de la tierra; la pendiente, arrastrada por las lluvias, deja ver una herida superficial de losas, piedras y tierra que muestra su dureza. Pero si caminamos despacio, y podemos alzar la vista, veremos a la izquierda lejana, Font d’en Segures, la ermita de Sant Cristòfol y, en su trono, el castillo de Culla.

Caemos, por lo rápido, hasta la frontera con Aragón, hasta el “barranc dels Frares”, o sea barranco de Torre los Giles o sea, “barranc de Llorens”. Parece que pasó por aquí un geógrafo nada autoritario. Vamos dejando a nuestra derecha unos imponentes balcones de titanes pasando por debajo de sus altas paredes de piedra, en equilibrio temporal. Ahora, las vistas muestran un abrupto barranco que baja vertiginoso hasta el rio Monleón  y allí, abajo, vemos Los Ojales unas surgencias de agua imponentes, este año lluvioso. Dicen que si hay nieve en los altos del Gudar, a muchos kilómetros, hay agua en Los Ojales ( a veces también sin nieve ),con su molino en ruinas.


Vamos bajando y, tras un quiebro del camino, como una aparición, vemos La Estrella.

 




Fácilmente reconocemos un pueblo recóndito. Vemos una perspectiva dominada por la iglesia en un pueblo pequeño; una cúpula de estilo valenciano como corona del santuario; una vega amplia y luminosa que un día fue el granero para las gentes del pueblo. Ahora “las gentes” llegan al plural por poco: solo son dos: Sinforosa y Martin. Sinforosa  es, como ella dice con orgullo a los visitantes, la última  vecina, nacida aquí.
La Estrella, otro lugar mágico. Al menos reúne todos los signos para ser mediáticamente mágico;  aunque la proporción, enorme, para el sitio, de las construcciones religiosas: las hospederías y el santuario de la Virgen de la Estrella, transmiten más sensación de poder que magia. Programas de televisión que buscan las rarezas con audiencia, dicen que estuvieron por estos lares por si daban con fenómenos, más allá de los meteorológicos.





Demostrar si es mágico siempre será difícil pero demostrar lo que es, no cuesta nada: un remanso de paz.


La Estrella comenzó su decadencia con una inundación, más bien tromba, a finales del XIX que arrasó el pueblo secular con gran mortandad. Leyendas dicen que fue sitio de retiro para pudientes antiguos que deseaban desaparecer  y, más cercano, zona de acción del maquis. Tuvo un torero republicano, con su placa dedicatoria, el “Niño de la Estrella”, famoso en los años treinta del siglo XX,  que murió en el exilio francés.



El lugar tiene una plaza empedrada a la antigua, con canto rodado incrustado, enmarcada con los elegantes edificios de las hospederías, con fachadas pintadas al fresco en estilos dieciochescos, y la iglesia de la Virgen de la Estrella de época similar y también con frescos interiores. El centro de la plaza lo preside una majestuosa morera, casi centenaria, que da amplia sombra en los días calurosos.

 


Si seguimos el camino recto, cruzamos el lecho del Monleón y  vamos a Sant Joan del Penyagolosa, otro lugar mágico; pero debemos dar la vuelta y regresar a Vilafranca para cenar en la villa.






Al llegar, en la letanía televisiva de Canal 9 que oímos, sin prestar atención, en el bar donde picamos unas lonchas de cecina, las noticias religiosas son las romerías.






Los caminantes hemos ido (y vuelto) de La Magdalena a La Estrella en comunión con esta naturaleza y disfrutando de sus aires solitarios y mágicos pero ha sido una caminata laica.